11.3.12

UN BUEN LUGAR PARA REPOSAR, DE LUIS GUTIÉRREZ MALUENDA

 

Luis Gutiérrez Maluenda. Un buen lugar para reposar. Barcelona: Alrevés, 2012



 Al cabo de unos quince minutos de pasearme entre títulos tan sugerentes como La matanza de los gitanos, Música para los muertos o Un visón como ataúd vino a mi encuentro Jordi Canal, un tipo de rasgos apacibles, al que no me imaginé asesinando a nadie. Pero, como he dicho anteriormente, nada hay más perfecto que la máscara de un asesino compulsivo. Y de algún lugar de su mente debía de venir la atracción que sentía por las muertes violentas.
    Aparentemente no iba armado y eso me tranquilizó.
    —Hola, buenas tardes, soy Jordi Canal, me han dicho que preguntaba usted por mí. —Tenía una voz suave que hacía juego con sus modales educados e insinuaba apacibles charlas intelectuales.
    Yo seguía sin imaginarlo con un cuchillo ensangrentado en las manos.
    —Buenas tardes, me llamo Atila, soy detective privado. Busco a una persona que podría estar aquí.
    —¿Podría? Vaya, en ocasiones la vida real puede ser tan emocionante como una novela de misterio. ¿A quién busca y por qué cree que puede encontrarse entre nosotros?
    —La mujer que busco se llama Vanesa, la señora Alicia Santaluce acaba de fallecer en Orense. En su testamento ha dejado una buena suma de dinero para Vanesa Santaluce, su sobrina. Su albacea me ha encargado que la encuentre. Lo único que me ha podido decir es que probablemente trabaja como bibliotecaria en L’Hospitalet de Llobregat. Incluso llegó a mencionar que podría ser en La Bóbila.
    La mirada del director decía que en la mitad de las novelas que tenía en las estanterías, el detective de turno empleaba el truco de la herencia y el albacea testamentario, y que lo estaba defraudando. Probablemente encontraría más estimulante que le dijese que acababa de llegar del planeta Uron y que Vanesa Santaluce era la única posibilidad de salvación para la raza humana si conseguía ponerse en contacto con nosotros. Claro que contándole la verdad también se sentiría gratificado, pero eso era lo único que no podía hacer.
    Nos miramos indecisos durante unos instantes. Él echó un vistazo rápido por la estantería, quizás buscando inspiración para decirme que no había aprobado mi excusa. Finalmente decidió seguir mostrándose atento:
    —Aquí no hay ninguna Vanesa Santaluce, señor Atila, aunque en L’Hospitalet hay siete bibliotecas más, quizás en una de ellas pueda encontrarla.
    Yo me tragué lo del planeta Uron, a cambio pregunté:
    —¿Y Vanesa? Quizás esté usando el nombre de casada.
    —No, Vanesa tampoco, lo siento. ¿Necesita una relación de las bibliotecas de L’Hospitalet ? —Mientras lo decía me tendía un folleto plegable donde figuraban las actividades de cada una de las bibliotecas de la ciudad.
    En aquel momento sufrí un ataque de curiosidad, o quizás fue de vanidad. Aún ahora tengo dudas al respecto, lo cierto es que no pude evitar preguntarle:
    —Con tanto libro de género negro, ¿había conocido usted a algún detective privado de carne y hueso?
    —Sí, a más de uno. En realidad en más de una ocasión hemos tenido a alguno dando una charla en la sala de conferencias.
    —¿Y se parecen a los que pululan por las novelas que tiene usted en las estanterías?
    —Verá, hay muchos tipos de detective privado en la literatura policíaca. La respuesta a su pregunta sería que en realidad la mayoría de ellos no se parecen a los que yo he conocido personalmente. Pero usted sí que me recuerda a alguno de ellos, concretamente a los más clásicos.
    La sonrisa suave de Jordi Canal decía: «¿Era esto lo que esperabas oír?».
    Correspondí a su suave sonrisa con una mueca torcida que imitaba la sonrisa de Humphrey Bogart. Mi sonrisa preguntaba: «¿Era esa la que querías ver?».
    Salí de La Bóbila con dos seguridades. La primera, que Jordi Canal, después de compararme con Easy Rawlins o Lew Archer, sentía cierta pena por mi carrera. La segunda, que «Gatitamimosa» había mentido al darle su nombre a José Ramón Bello. Probablemente, aunque su matrimonio fuera aburrido, lo consideraba suficientemente valioso para conservarlo.
    De cualquier manera, saber quién era «Gatitamimosa» en aquel momento era sencillo, solo debía preguntarle a mi cliente por su aspecto físico y compararlo con el de las mujeres que acababa de ver detrás del mostrador.
    Aposté conmigo mismo a favor de la rubia alta de miradas retadoras.
    Aquella misma noche, después de hablar con José Ramón Bello, comprobé que como adivino no tenía futuro.
    Era la morena de curvas elegantes.
    En la plaza de la Bóbila, en esa frontera mestiza, aprovechando el fresco de la inminente anochecida, las madres jóvenes paseaban a sus hijos y hablaban entre ellas. Si me olvidaba de que estaba a solo diez minutos en metro de la plaza de Catalunya, aquello podría ser perfectamente un barrio de ambiente medio burgués de Ayacucho, Rabat o Dakar.
    Desde la puerta de la hermandad rociera, un tipo con sombrero cordobés y un palillo entre los dientes miraba el panorama con evidente desconcierto. La Virgen Dolorosa miraba al cielo sin encontrar la manera de consolarlo.